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sábado, 10 de marzo de 2012

Las niponas ya no quieren ser ‘geishas’.

Hartas de ser comparadas con las milenarias geishas, las niponas buscan otro tipo de belleza, la que surge de la mezcla de la perfección, la salud, la calma… y ciertas dosis de infantilismo. Después del desastre del tsunami del pasado año la Universidad de Ritsumeikan creó las latas Ibousai. La idea era colocarlas en las máquinas de agua potable de los centros donde estaban refugiadas las víctimas del desastre. Había cuatro modelos. La diseñada para las mujeres contenía aceites esenciales y productos de belleza. Las Ibousai son solo una muestra de la importancia que tiene en Japón la imagen; especialmente, la de las mujeres.
Geisha
Ellas son conscientes de esa «exigencia por el autocuidado», y además la disfrutan. Las estudiantes eligen su instituto en función de lo bonito o feo que sea el uniforme del centro. Para una nipona maquillarse es como vestirse, y salir a la calle sin maquillaje equivale a pasear desnuda. En ningún otro país del mundo posar en un fotomatón (purikura) es un plan atractivo para el viernes por la noche. Quizá porque en ningún otro lugar existe una máquina capaz de solucionar a golpe de tecnología todos los complejos que pueda tener una quinceañera: aclarar su tonalidad de piel, retratar los dientes en un blanco infantil y agrandar los ojos. Algunas máquinas, incluso, permiten alargar pestañas, crecer unos centímetros y afinar el rostro. El resultado, desde luego, nada tiene que ver con el de nuestras fotos de carnet.
Para entender la belleza japonesa hay que hacer un esfuerzo por comprender que lo que a nosotros nos atrae del país del Sol Naciente a ellos –y muy especialmente a ellas– les produce indiferencia. ¿Las geishas y sus secretos de belleza milenarios? Indiferencia. Mientras en Occidente pagamos por unos papeles antibrillos llamados Tatcha Aburatorigami porque su fórmula, según afirma su creadora Vicky Tsai, es la misma que emplean desde hace 300 años las mismísimas geishas de Kioto, cualquier nipona, como Etsuko Sakurai, profesora de japonés y tokiota de pro preguntará: «¿Quiénes son esas geishas? ¿Cuántas son? ¿Dónde viven? No lo sabemos. Nadie lo sabe. ¿Cómo puede ser un icono de estilo alguien que nadie conoce?». Y a continuación nombra a las ídolos del momento –virtuales o reales–, aquellas cuyo estilo sí copia todo el mundo de Hokkaido a Okinawa. ¿Y qué diría esta tokiota de la exótica Rinko Kikuchi, protagonista en Occidente de películas como Mapa de los sonidos de Tokio o Babel? Indiferencia elevada al cubo. «Demasiado japonesa», añade Etsuko mientras se encoge de hombros.
Con estas pistas cabe preguntarse ¿qué tiene que hacer una nipona para ser considerada una belleza en su propio país? Todo. Lo imposible. Aunar los cánones de belleza con el estilo, la salud y la calma. No en vano el adjetivo guapa (kirei), en japonés, también sirve para dar nombre a limpia y pura. Pero existen otras palabras que una aspirante al ránking de la belleza nipona también debe cumplir. Como iki, que equivaldría a ser chic; o shibui, que implica tener buen gusto a la hora de escoger texturas, tejidos o colores… El listón, por lo tanto, está casi en las nubes. Parte de la «culpa» la tiene el pensamiento budista que, a lo largo de los siglos, ha enseñado a los nipones que la apariencia física es un reflejo del interior de la persona. Y esto, en el día a día, implica que no se puede ser guapo si no se está en paz con uno mismo y sin haberse purificado, sanado y limpiado a conciencia. Somos un todo, qué se le va a hacer.
Para concretar, y desde un punto de vista estrictamente físico, mientras las féminas occidentales se obsesionan con lograr las imposibles 90-60-90, sus colegas del otro extremo del mundo para ser hermosas solo deben perder el sueño por una zona de su anatomía: su rostro. «La japonesa ideal debe tener una piel de porcelana, ojos almendrados, grandes y separados de la base de la nariz, pestañas largas, labios carnosos, cejas altas, separadas de los ojos y de la nariz», enumera Héctor García, ingeniero, fotógrafo aficionado y, desde que vive en Japón –2004–, uno de los blogueros de referencia para hacernos entender la cultura del país que, a nuestros ojos, suele parecer incomprensible. Por ejemplo, volviendo a la muchacha que cumple todos los requisitos de la larga lista de Héctor: para un japonés será hermosa, pero no triunfará, será «demasiado japonesa». Le faltará ese toque que ahora está de moda en Japón: la presencia de Occidente en Oriente, un rasgo que delate la mezcla, un matiz que la haga exótica y distinta. El ideal, por lo tanto, está más cerca de Jessica Michibata que de las tradicionales cinco hermosas mujeres retratadas por el maestro Hokusai a principios del siglo XIX.
Si repasamos la lista japonesa de las virtudes de belleza, no es difícil darse cuenta de que la mayoría son un atentado contra su propia genética. ¿Pero acaso ha hecho eso que se rindan? Ni mucho menos. Simplemente las niponas se esfuerzan por lograr el don más valioso de toda la enumeración: el cutis blanco. Una elección lógica si tenemos en cuenta que viven en la cuna del refrán «una chica de piel blanca oculta siete defectos». O lo que es lo mismo, una tonalidad de piel adecuada puede hacer que a los demás se les olvide que no has nacido fruto de una interesante pareja interracial, ni con la nariz suficientemente recta, ni con los ojos del tamaño de una protagonista de manga. Para conseguir tal don de la naturaleza, la mayoría de las niponas huyen del sol como de la peste. Y, si se exponen a él, lo hacen bajo el resguardo de una sombrilla y, en casos extraordinarios, con unos guantes puestos y con viseras XXL. Por supuesto, todas las cremas que se venden en este país tienen un factor de protección solar mínimo de 30 SPF y las fórmulas y maquillajes blanqueantes y los tratamientos láser para eliminar manchas son muy populares. De media, las niponas se gastan 136 euros al año en productos cosméticos, lo que las convierte en las campeonas mundiales en este tipo de gasto. De esos 136 euros, 86 están destinados a limpiar, tonificar, hidratar, reparar, maquillar y conseguir un cutis de porcelana.
Maiko sirviendo té verde maccha en el santuario Kitano Tenmangu durante el Baikaisai
Pero existe aún otra forma de ser hermosa en Japón: pasar de kirei a kawai, de guapa a «mona». Y las mujeres de este último grupo, en las calles de las grandes urbes niponas, son legión. La mujer kawai, tenga 15 o 40 años, apela al amae: desea despertar la benevolencia de los demás y para conseguir tal objetivo el camino más corto es infantilizarse. «Una persona con un amae fuerte sería aquella que actúa de forma caprichosa para que los demás le hagan caso; los niños son el ejemplo más claro de manifestación de amae», explica García en el libro Un geek en Japón (Norma Editorial). Es entonces cuando aparecen esas virtudes y actitudes que desconciertan a los extranjeros cuando visitan por primera vez el país: la obsesión femenina por lo que ellas (y ellos, aunque no lo confiesen) consideran mono y nosotros, directamente, cursi. Las mujeres con orejas de soplillo son kawai; los dientes mal colocados –pero, eso sí, blanqueados con el poder del láser– son kawai; caminar con las puntas de los pies hacia dentro (costumbre llamada uchimata que cumple el 80% de la población femenina) es kawai; Hello Kitty es kawai; la modelo y actriz Yuri Ebihara es kawai… De hecho, lo es hasta tal punto que cuando cumplió 30 años prometió a su fans y seguidores hacer todo lo posible para no dejar de serlo nunca. Pero que nadie se engañe, kawai o no esas niponas adolescentes que pasean por el barrio de Harajuku disfrazadas de criada victoriana idealizada también se han gastado sus 136 euros al año en cuidar su imagen.

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